Le dijeron a mi madre que su hijo hiperactivo nunca triunfaría
"El profesor le dijo a mi madre que su hijo, con problemas de atención e hiperactividad, no alcanzaría el éxito en nada". Mejor no preguntarse por las señas del docente, en las que tampoco hurga el magnánimo Michael Phelps, ganador de ocho medallas de oro en Pekín, a lo largo de su autobiografía, publicada este mes en Estados Unidos bajo el título de 'No limits'. "Sólo necesitaba un medio donde liberar toda mi energía y encontrar el equilibrio, la paz". En el agua encontró mucho más: gloria.
"Michael no pone atención en clase... Michael tiene dificultades para concentrarse... Michael no trabaja... Michael altera a los otros niños... Después de oír tantas veces la misma queja, mi madre pidió una reunión con los profesores y les dijo: '¿No será que se aburre con lo que le enseñan?' La respuesta no se hizo esperar: 'Señora Phelps, si lo que pregunta es si Michael es un niño superdotado, no lo es'". Depende de para qué.
Estaba claro que había que buscar otro camino para la terapia y el deporte parecía el lugar más indicado para poner bajo control a un organismo en permanente convulsión. Fuera de la piscina era difícil, por sus problemas de coordinación. Era patoso. "En el agua, en cambio, me sentía bien. Los nadadores suelen decir que hay que tener feeling con el agua y eso es lo que a mí me ocurría. No luchaba contra el agua, sino que me sentía parte de ella", cuenta Phelps. No es el primero que recurre a explicaciones casi metafísicas para una relación contranatura. Alexander Popov, excelente mentalista siempre acompañado por las lecturas de Tolstoi, era velocista pero realizaba sesiones de entrenamiento muy lentas, en las que lo único que le importaba era "conquistar al agua, nunca retarla", según contó a este periodista en un club de Sant Andreu, en Barcelona.
"Cuando me encontraba en sexto grado, el doctor Charles Wax me diagnosticó déficit de atención e hiperactividad, y me prescribió Ritalin. Me lo daban tres veces al día y la enfermera del colegio me liberaba a menudo de alguna de las clases, razón por la que muchos chicos se burlaban. Sólo dejaba de hacerlo los fines de semana. Entonces, quemaba toda mi energía nadando", recuerda Phelps, que no deja de aludir a su madre constantemente en el libro. Hijo de un matrimonio separado y marcado por una infancia llena de complejos, es un dios entre Neptuno y Edipo, que después de ganar como un coloso en cada final olímpica, buscaba con la mirada insegura del niño perdido a la señora Debbie en las gradas del Cubo de Agua. "Crió a tres hijos (Whitney, Hilary y Michael) ella sola. Trabajaba duro, aunque nunca dejaba de hacer los deberes con nosotros", añade.
"En séptimo grado, le dije a mi madre: 'Se acabó el Ritalin. Ya no quiero más'". Con esa decisión, empezó una nueva vida para Phelps, focalizada en la piscina. "A los nueve años, nadaba 75 minutos al día cuatro veces a la semana; a los 10, 90 minutos cinco días a la semana. Pero fue a partir de los 11 cuando empecé a entrenarme todos los días, alrededor de dos horas y media", recuerda en el libro.
Es entonces cuando pasa a ser dirigido por Bob Bowman, la segunda persona más importante en su vida, como el padre que no estuvo a su lado: "Después de tanto tiempo, he pensado que lo más importante no fue el cambio físico, sino el que se produjo en mi cabeza. Bob me hizo intensamente competitivo. Yo quería ser el primero en todo, no únicamente en la piscina, sino en sentarme en el coche, en la mesa a comer o hasta en coger el vídeo del Blockbuster... Bowman solía decir: 'Las palabras son palabras, las explicaciones son explicaciones y las promesas son promesas, pero sólo los hechos son reales'".
Phelps explica que se motivaba con los ataques de sus rivales: "En Pekín, coloqué en mi armario una foto de Ian Crocker (su principal amenaza en los 100 mariposa) y un recorte de periódico con unas declaraciones de Ian Thorpe (ex nadador australiano), en las que decía que las ocho medallas no eran posibles". Lo fueron, con siete récords del mundo, todos menos el de Crocker. La gesta le permitió superar a Mark Spitz y sus siete oros en Múnich'72, aunque el nuevo campeón se desmarca de la comparación: "Nunca quise ser el segundo Spitz, sólo el primer Phelps".
Reconoce que mientras en el colegio tenía problemas por su déficit de atención, en la piscina encontró facilidades dado su peculiar físico: "Tengo las manos muy largas y los pies muy grandes, como platos de comer. También un torso muy ancho que me ayuda a flotar, como el casco de un barco, y gran flexibilidad en las articulaciones. Mi envergadura (2,02), además, es superior a mi altura (1,96)". Cualidades que le han permitido reinar en los estilos y dejar la velocidad quizá para Londres. Llegará con 16 medallas olímpicas (14 de oro), su botín de Atenas y Pekín. Sólo la gimnasta Larysa Latynina ha logrado más metales (18).
Phelps ganó en Pekín ocho oros: 200 libre, 200 mariposa, 200 y 400 estilos, 4x100 y 4x200 libre, 4x100 estilos -todos acompañados de récord del mundo-, más el 100 mariposa. En su preparación, con jornadas de 18 kilómetros, ingirió 10.000 calorías diarias, según explica.
A continuación, uno de sus menús.
Antes del primer entrenamiento
Un tazón de cereales, un PowerBar y un 'bagel', una torta de harina de trigo.
Desayuno
Pudding de arroz, tres huevos, bacon, salchichas, tostadas y queso frito o plátano con chocolate
Comida
Dos o tres sandwiches, con queso provolone, pavo y lechuga
Merienda
Media pizza o un cuenco de cereales
Cena
Pollo o ternera, verdura y mucha fruta
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